martes, 16 de octubre de 2007

CRÓNICA DESDE LOS CAMPAMENTOS: EL VALOR DE PANCHITO

Por Jose el Bidani

Ramadán. Octubre de 2007. Campamentos de refugiados saharauis. Tinduf. Argelia. Nuevamente aquí, en donde el tiempo se congeló hace décadas. El pasado, se esconde bajo una charla inocente para ignorar el presente. El futuro, se destila en el sueño de alcanzar la diáspora en el paraíso ficticio del bienestar de España. Y el objetivo de la independencia y el retorno a las raíces, parece haberse enterrado por los intereses de todos los que pululan, por una razón u otra, alrededor de los saharauis.

Organismos internacionales, países, gobiernos, agencias de cooperación, ONGs, Asociaciones de Amigos del Pueblo Saharaui, y muchos otros, imperceptiblemente, se han enmarañado en una tela de araña, que ha aprisionado aún más la ya de por sí complicada situación de un pueblo que quizás, pecó en el pasado de confiar en una supuesta legalidad internacional gestionada por supuestamente, el resto del mundo. Muchos hilos de esa telaraña, surgieron de buenas intenciones. Otros, desgraciadamente, nacieron inoperantes de por sí, y han favorecido al lento ahogo de la presa, que cayó en la trampa por exceso de confianza. El entramado es mucho más complejo de lo que pueda parecer. La multitud de intereses es mayor que la conciencia de arreglar el problema por una vía justa. Y muchas veces, los que compartimos un período de tiempo en el refugio (menos del que creemos y mucho más del tiempo que verdaderamente experimentamos), a veces nos damos cuenta, que nuestro trabajo, o nuestros esfuerzos por mejorar la situación, no van más allá de un mero acompañamiento en la soledad, y un “estamos aquí para que recordéis que no os hemos olvidado”.

Y trabajamos por un desarrollo en el refugio, reconstruyendo escuelas, distribuyendo verduras, apoyando la creación de cooperativas, dando cursos de formación variada... porque, todos aceptamos en nuestros subconscientes, que no hay solución ninguna, salvo seguir desgastando las vidas de los saharauis en una paz-no paz que lo único que hace es mellar la esperanza del pueblo olvidado en el desierto. Y en nuestros trabajos como cooperantes, la mayor parte de las ocasiones, lo único que identificamos es una creciente falta de interés en los saharauis con los que compartimos las duras jornadas bajo el sol. Algunos lo malinterpretan como vagancia, inoperancia, dejadez... Yo más bien lo veo como cansancio y excesiva dependencia de la telaraña que los ha apresado en los campamentos. Pocos tienen la suerte de tener una fuerte convicción del porqué se encuentran aquí, pero incluso ellos, se ven forzados a buscar alternativas para acallar las bocas de los estómagos de sus familiares. Porque quizás en los campamentos exista una cierta paz, una relativa tranquilidad... pero lo que es innegable, es que se pasa hambre. Los intereses del enemigo (o de sus aliados) parecen haber influido, ya sea políticamente, o simplemente cerrando en algún lugar un grifo donde salía dinero, para que las ayudas humanitarias se conviertan en sobornos deshumanizados. Por que, ¿cuál es la manera más rápida de hacer rendirse a una población sitiada durante un largo espacio de tiempo? El hambre siempre fue la mejor arma.

Ahí, en ese punto de la telaraña, uno se da cuenta que todos los proyectos de cooperación que se desarrollan en los campamentos son insuficientes, y que lo único que hacen es tapar agujeros temporalmente, y que los verdaderos problemas que hay en los campamentos, siguen si resolverse.

Buscando lectura entre los libros desperdigados en las habitaciones de los cooperantes alojados en el Protocolo de Rabuni, encontré un libro de Jorge Bucay. En un intento de olvidar todas estas cosas que os acabo de relatar, comencé a leer “Cuentos para pensar”. Uno de los cuentos se titulaba “Y los niños estaban solos”, o algo así. Una madre sola que trabaja mucho tiempo fuera de casa, tiene contratada a una joven para que cuide de sus hijos por las tardes. Cuando el novio de ella le invita a dar una vuelta en su coche nuevo, no lo duda, y deja a los niños dormidos en la habitación. Cierra con llave, guardándola en su bolso y descuelga el teléfono, no sea que se entere la madre de su falta. Tampoco va a tardar tanto, y los niños duermen.

Panchito, el hijo mayor, de unos seis años, se despertó por los tosidos del bebé. El incendio que consumía el resto de la casa llamaba a la puerta de la habitación. Intentó abrir la puerta, pero el pestillo les libró de una muerte segura. Cogió el teléfono para marcar el número de su madre, pero no había línea. La ventana estaba cerrada y por fuera, la rejilla le impedía acceder al tejado...

Cuando los bomberos apagaron el fuego no salían de su asombro. ¿Cómo Panchito pudo romper el cristal de la ventana y echar la red afuera? ¿Cómo pudo meter a su hermano en una mochila y salir por el tejado hasta alcanzar el árbol de al lado de la casa? ¿Y finalmente descender y salvar la vida de ambos? El bombero anciano, les dio la respuesta a sus dudas: Porque no había nadie a su lado que le dijera que no lo podía hacer.

Esa respuesta me dio un destello de luz a mis constantes dudas aquí en los campamentos. Los saharauis, a pesar de todo, lograrán la independencia. Y será cuando hagan oídos sordos a aquellos que han entretejido la telaraña que les atrapa. Y lo harán solos. Como Panchito.

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